BARRIENTOS BUENO, MÓNICA
En las relaciones entre cine y pintura, un retrato en un filme es la presencia más habitual de una obra físicamente incluida en una historia. Se trata de una de las conexiones más evidentes, obvias y visibles entre estos dos medios de representación aunque no carente de interés por la profundidad que puede alcanzar. El cuadro, como elemento físico, y en particular el retrato, forma parte del mobiliario de los espacios interiores que habitan los personajes de las películas; su empleo abarca desde el simple recurso de ambientación escénica sin trascendencia alguna más allá de esta circunstancia, hasta una permanencia simbólica y metonímica que expresa por encima de lo aparente. A través de ejemplos tomados de multitud de largometrajes, en Celuloide enmarcado: el retrato pictórico en el cine se profundiza en las particularidades de este caso y en los distintos roles que desempeña: desde la manifestación del poder patriarcal hasta la constatación del peso de la tradición familiar, pasando por la materialización del amor perdido, su conversión en epicentro de la fatalidad (se vincula así al asesinato y el suicidio), la modelo convertida en objeto de deseo masculino, su relación con amores necrófilos y apariciones espectrales.
Como en algunos filmes la presencia del retrato está tan enraizada en la trama que goza de multitud de lecturas y funciones, se profundiza específicamente en el análisis pormenorizado de la obra pictórica en Laura (Preminger, 1944), La mujer del cuadro (Lang, 1944), El retrato de Dorian Gray (Lewin, 1945), El fantasma y la señora Muir (Mankiewicz, 1948), La dama de armiño (Lubitsch, 1948), Jennie (Dieterle, 1948), Vértigo (Hitchcock, 1958) y La joven de la perla (Webber, 2003).
De esta forma se aporta una visión global y específica a la vez del papel del retrato en el cine, una presencia que va más allá del simple objeto decorativo para convertirse en crisol de alambicados significados.