NACHO DIEZ-SANTOS
Ninguno de los dos pensábamos rozar la palabra del otro hasta que la memoria de un 14 de abril nos situó en el mismo reVerso: «el del agua, el de nadie, el del atardecer». Y de su timidez a la mía ya no hubo sino tiempo.
Una noche dejó entornada la puerta de sus letras y pasé. Y pasó.
Hallé en su voz, muda de amor, la voz de la melancolía eterna. Y fue no dejar de leer para no dejar de vivir. Fue escucharle y ponerme «a salvo del silencio y del olvido». Fue palpar cómo muere la nada en cada uno de sus versos, cómo la lágrima que todos llevamos en la garganta resbalaba desbrozando las ruinas de los afectos que nos desnudan y nos dejan como pueblo sin infancia.
No concibo por ello que, al menos en un parpadeo, no quieran que él se quede en sus bocas, en su pecho, entre sus manos. Y haga surco y nido y casa. Y prosiga su rueca, enhebrada de estrellas fugaces, hilando anhelos para el después.
Es este poemario endecha que no duele por cuán bella se nombra la nostalgia.
Isamil9